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Meritocracia

Siempre me dijeron que estudiara. Los hijos de los obreros mejoraban su vida con carreras universitarias. Y así lo hice. Nuestras vidas se guiaban por la meritocracia asentaba en la «titulitis». Caímos en la trampa. La persona que perdía se lo merecía: no estaba lo suficientemente preparada. La culpa era suya. Gran mentira: tuvieras los títulos que tuvieras, en determinados puestos sólo entraban los del carnet o los del apellido (algunos con títulos en universidades privadas lejanas con notas en función del pago).

Este modo de entender la vida y la valía (sí, el valor de las personas) ha sido muy relevante en la sociedad en la que he vivido. Tanto que los representantes políticos de mi generación han caído en esa trampa. Ahora, cuando los partidos del régimen creían haber cumplido con la tarea y situarse de nuevo en el (casi) bipartidismo, reorientar las protestas populares y contentar a los jefes, la «turbo meritocracia» les está generando problemas inesperados. Por el camino queda la Universidad, una institución que para mí, y hablo de la institución, hace mucho que tiene el prestigio que tiene: tremendamente sobrevalorada (poca gente entiende que no luche meritocráticamente por dar clase en ella).

En el fondo, y mira por donde, aquellos que nos humillaron diciendo que «queríamos vivir por encima de nuestras posibilidades» cayeron en algo peor: «querer ser-valer por encima de sus posibilidades». Envueltos en sus propias redes, atrapados en sus propias trampas, probablemente firmen un armisticio según el cual se deje de hablar de su valía según los títulos de su currículum. Eso tan sólo quedará para la gente de clase obrera sin carnet. Como en la mayoría de los casos, cuestión de clase.

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