Las fiestas de los pueblos dicen mucho de su cultura y, lógicamente, de su economía. No en vano, y por mucho que digan lo contrario, la economía es parte de la cultura de un pueblo.
Pues bien, a lo que voy. La feria de mi pueblo dice mucho de la economía de mi pueblo. La economía extredamente desigual en el que una minoría se apropia de gran cantidad de la riqueza colectiva se aprecia en su feria.
Una feria cada vez disfrutada por menos gente; unas fiestas en las que centenares de familias no pueden llevar a sus hijos a los cacharritos; una fiesta para una minoría cada vez más reducida.
Unas fiestas que cuestan mucho dinero, dinero del que sólo disfruta los que tienen dinero.
Antes los pobres tenían sus casetas, comían sardinas y bebían vino de la tierra; siempre, eso sí, apartados de los señoritos. Hoy es peor. No hay sitio para los pobres en muchas ferias de Andalucía.
Recuerdo un día de finales de los ochenta en los que un gran número de personas cantábamos en la puerta de la caseta de los señoritos (caza y pesca, para los de fuera de Morón) aquello de «todos queremos más, todos queremos más…».
Hoy veo como la feria de mi pueblo muere de desigualdad, de injusticia.